Sólo el contemplativo
no parece ridículo al cabo de pocos años. (Escolios nuevos II, p. 115).
* * *
[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo]
Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):
¿Mi lector ha visto fotos suyas “viejas”? ¿No le ha parecido
un poco o hasta muy ridículo algo suyo anterior: el modo en que lo vistieron,
el modo en que se peinó, la ropa que usted mismo escogió…? O lo que no se ve en
fotos: el modo en que bailó aquél ritmo que duró dos meses, alguna música que
lo entusiasmó y cantó con fervor, ciertas cosas que hacía o decía… Y ¿no le
producen la misma impresión algunas
cosas de sus congéneres, y no solo las de siglos pasados, sino de gustos
recientes ya muertos?
Hasta donde he podido comprender, todo lo pasajero de la
cultura produce lo mismo: sensación de haberse dejado engatusar, de no haber
acertado, de haber sucumbido a un encanto falso. Solo lo clásico o lo
tradicional se asientan de modo permanente en el alma y nunca “envejecen”, y
por tanto no los sentimos nunca como espejismo al que corrimos para seguir con
sed: dan lo que prometen, aquietan, enriquecen y ennoblecen. (Otro asunto es el
hambre de más allá que produce la belleza que a veces logran…).
El contemplativo, entendido en sentido estricto
como el ser dedicado a la oración en el apartamiento del mundo, está en un
sentido muy real por fuera de los cambios de la cultura, casi situado en el más
allá. Difícilmente puede verse afectado por cambios, modas, transformaciones de
cualquier tipo, y por eso no puede parecer ridículo: su inmovilidad lo salva de
tan desagradable sensación. (Tal vez, tras la revolución de los 60s, parezca el
monacato a los progresistas una cosa anacrónica, pero a quien los conoce sin
prejuicio alguno nunca producirá la sensación de lo ridículo).
Es que el mundo humano tras el pecado original
(hoy asépticamente escondido por la iglesia conciliar) es realmente enemigo del
hombre: lo solicita a lo banal, lo arrastra, lo seduce, lo empuja de un lado
para otro. ¿Quién es el fuerte que se aparta de ese oleaje furioso en que no pueden
echarse raíces, ni siquiera viviendo en la misma casa durante años y años, pues
hasta a ella la vestimos según los ritmos de la moda? En un mundo cada vez más des-arraigado
el hombre vive en insatisfacción creciente, en angustia, en tristeza
insufrible. No solo porque el mundo, como Dios nos lo señaló claramente, es uno
de los enemigos del hombre, sino porque este mundo de hoy, literalmente a-teo,
es refractario a toda tradición, a cualquier cosa estable, e inyecta el veneno que
a la vez priva del principal alivio: el de la esperanza.