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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro
para usted, como de hecho deseo.]
Comentario (con perdón de don Nicolás y de los
lectores):
El
mandamiento del mundo moderno, al que casi todos obedecen “sin chistar”, es
este: “los hombres deben amarme”. Toda doctrina que no se adecúe a este mandato
es, para este diosecillo que exige adoración de los demás, falsa y contraria a
la razón. Y sólo porque el Señor la proclamó (de otro modo, claro está) muchos
lo aceptan como “algo” (alguien bueno, un ser espiritual, uno de los
maestros…), y la jerarquía se resigna a fingirle adoración (ahora solo se adora
al hombre).
Este mandato —monstruoso, abominable, origen del primer pecado— se hizo posible
como cultura en virtud de la doctrina de Lutero, supiéralo él o no (ahora lo
sabe). Esta idolatría horrenda se impuso, por las vías de la sangre, en la
revolución francesa. Este engaño absurdo, este encantamiento en que nos tiene
el bicho, se hizo finalmente posible por su sagacísima infiltración en las filas
del catolicismo, y se inocula sin interrupción en los tejidos de toda
sensibilidad por todo cuanto le llega del exterior: periódicos, noticieros,
propaganda de cualquier tipo, cine, televisión, predicación, “eucaristías”…
¿Amable el hombre por algo “suyo”?
¡Jua, jua, jua! Toda persona, en sus rarísimos momentos de lucidez, sabe que es
indigna de ser amada, y experimenta como regalo que alguien “se digne” (abaje
a) amarla. Por eso nos cuesta tanto trabajo creer en serio que Dios nos ama
(incluso aceptando como verdad los extremos a que ha llegado). Nos parece
locura: y lo es. ¿Amar a los hombres? Sí; pero porque Él nos amó primero,
porque nos da ejemplo: si Él se abaja… ¿qué excusa oponer? Pero amables, lo que
se dice amables, solo lo somos por ser las criaturas más semejantes al Único
Amable: Dios; por ser portadores de las marcas de la divinidad. Pero nadie
añade cosa alguna a su naturaleza. Quien lo piensa, siente o enseña de otro
modo es un nauseabundo usurpador, discípulo fiel del mismísimo Gran Gusano.