CCCXXV

  Ser aplaudido es satisfactorio, pero inquietante. (Escolios nuevos, I, p. 107)

* * *

[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo.]



Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   El deseo de reconocimiento de la bondad de las propias acciones, de alabanza por el bien realizado, de aplauso, de gloria, es un anhelo, un deseo natural de todo espíritu; y, como todo anhelo, es o puede ser causa o móvil de muchos de sus actos. Pero siendo este reconocimiento algo que se obtiene como consecuencia, como coronación de un acto o de un conjunto de actos, y no un bien “primero” o que se obtenga por sí mismo, está en relación con aquello que se hace y que merece o no alabanza, e incluso con la intención o fin perseguido. Y es en este punto en el que podemos perdernos: buscándolo directamente, deseándolo por encima de otras cosas; nos vemos arrastrados, quizás, por la asociación entre la bondad de las acciones y la bondad de quien las realiza, bondad a la que todo ser está ordenado o dirigido (de allí que todos nos creemos buenos, o, lo que es lo mismo, odiamos ser rechazados por malos: ni queremos que nos descubran cuando hacemos mal, ni queremos que nos asocien con algo mal hecho). Es claro que si se logra el aplauso fraudulentamente no hay bondad real, sino “ilusión” o espejismo de ella; hay una especie de robo (se gloría el sujeto de algo que no le pertenece) y sin duda un engaño: tal vez a otros, siempre a sí mismo.


   Quien persigue la gloria y no lo que la conquista se tiene a sí mismo como fin, busca algo para sí, quiere su propio bien y no el bien que debe realizarse para merecer aplausos (y no todos los buenos actos los merecen). Esto, quede claro, es indigno, algo que repugna a la naturaleza de un espíritu; un abajamiento voluntario: creerse a sí mismo algo que merece el esfuerzo de perseguirse. El hombre que se hace a sí mismo fin de sus actos es un idólatra, alguien que se arrodilla ante un bien creado, que trabaja para un ser que no es perfecto, para algo que no es bueno por sí mismo sino por haber recibido el ser y las perfecciones. Ese ser se tiene por Dios, y arrebata la Gloria tan solo a Él debida. Como es patente que no es ser perfecto que se da a sí mismo su bondad, su “gloria” está sustentada sobre una gran mentira, y así su vida es un gran error, y su carrera es vana. 


  Creo que por todo esto dice don Nicolás que el aplauso es inquietante. ¿Recibo el aplauso como algo merecido?, ¿no lo busqué?, ¿realicé desinteresadamente el bien por el que se me alaba? (Téngase presente que solo merece aplauso el bien arduo, el que se logra con acciones libres y desinteresadas, y aquél que resulta de actos no obligatorios). Y, además, quien aplaude ¿es sensato?, ¿hace un buen juicio?, ¿reconoce el bien real?, ¿no buscará algo para él mismo, y su aplauso, por tanto, es algo falso? Es mil veces preferible no ser aplaudido a serlo por aquellos a los que uno les paga para ello (propio de los políticos), o por aduladores (lo que les pasa a todos los que tienen poder), o por tontos.