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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro
para usted, como de hecho deseo.]
Comentario (con perdón de don Nicolás y de los
lectores):
Siempre es maravilloso descubrir que alguien inteligente comprende lo que uno, ve lo que uno, o expresa lo que uno sabe pero que uno no puede o no sabe cómo expresar. De ese modo uno se da cuenta de que no está solo, o mal acompañado, o casi equivocado, pues quien avala la propia visión es realmente digno de crédito. Ejemplos: hace poco descubrí que ya Platón había dicho que la belleza es difícil (yo pensaba ser el primero, ¡ja!), y ahora esto que encuentro en los escolios.
Una mujer de 35, que ya empieza a perder sus formas femeninas bellas (que
algunas nunca tienen, y sufren por tenerlas), intentando parecer de 15,
recreando aires de fertilidad provocativos…; un papá ya mayorcete bailando con
sus hijos la música bailable actual (en otros tiempos era otra cosa) para
hacerse amigo de los amigos (o amigas) de sus hijos; un sacerdote o un religioso
bailando o cantando música ligera “al día” para atraer “fieles”; llamar a
alguien “Onedollar”, o “Usnavy”…: todo eso es ridículo.
Al ir creciendo y viendo y viviendo, al vivir en España, al conocer mejor la
“cultura” estadounidense, y al meditar en los nombres con que llaman a muchos
en mi querida Colombia (y ¡no sólo aquí!) percibí claramente lo que con este
escolio don Nicolás dice; a saber: que nada hay por encima en el
negativo juicio (de valor) de un acto, de una actitud o de una idea, que su ridiculez.
Ese es el definitivo y último. Que algo sea visto o sentido o percibido como
ridículo por alguien significa que un aspecto de esa realidad ha suscitado en
esa sensibilidad una respuesta que revela su condición de inadecuación con el
ser del hombre. Lo ridículo es el choque sentido entre la percepción de algo y
el conocimiento habitual de lo que es el ser humano (conocimiento que brilla o
se oscurece en cada sujeto). Lo conocido “golpea” contra el fondo de lo que
sabemos que conviene a un hombre o a una mujer (portento abrumador), y este
conocimiento de lo conveniente “rechaza” aquello de un modo especial, pues se
siente herido; no como por algo hecho contra él, no como algo que dañe o
lesione al sujeto que “sabe”, ni como algo que procede de una deliberación
destructiva del actor (eso es el mal), sino como algo que procede de su ceguera
en asunto serio pero de poca monta (no hay paradoja). Por eso lo considerado
ridículo no produce ira, ni despierta nuestra actitud de defensa; sólo cierta
perplejidad ante la ignorancia manifiesta. Ese choque es “última instancia”, es
inapelable: pues el toque de lo perfecto, de lo apropiado, de lo “ajustado”, es
el agrado en el cognoscente, es la admiración, y el sosiego y la naturalidad
con que “pasa” lo conocido. Lo ridículo no “pasa”: como no pasó la desnudez del
rey en el cuento de Andersen (el rey se creía vestido con tela finísima, pero
iba sin nada encima: solo un niño se atreve a decirlo, pues no teme, pero todos
los demás lo saben y tienen que contener la risa).
Y todo esto es “aquí”: ya allá, del otro lado, no hay de eso. Allá no se juzga
de esto, sino de la bondad o maldad del sujeto. Juicio (que abarca todo,
incluso lo poco importante) también inapelable.