Escolio CCCCLIII

Sólo el contemplativo no parece ridículo al cabo de pocos años. (Escolios nuevos II, p. 115).
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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo]

Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   ¿Mi lector ha visto fotos suyas “viejas”? ¿No le ha parecido un poco o hasta muy ridículo algo suyo anterior: el modo en que lo vistieron, el modo en que se peinó, la ropa que usted mismo escogió…? O lo que no se ve en fotos: el modo en que bailó aquél ritmo que duró dos meses, alguna música que lo entusiasmó y cantó con fervor, ciertas cosas que hacía o decía… Y ¿no le producen la misma impresión algunas cosas de sus congéneres, y no solo las de siglos pasados, sino de gustos recientes ya muertos?

   Hasta donde he podido comprender, todo lo pasajero de la cultura produce lo mismo: sensación de haberse dejado engatusar, de no haber acertado, de haber sucumbido a un encanto falso. Solo lo clásico o lo tradicional se asientan de modo permanente en el alma y nunca “envejecen”, y por tanto no los sentimos nunca como espejismo al que corrimos para seguir con sed: dan lo que prometen, aquietan, enriquecen y ennoblecen. (Otro asunto es el hambre de más allá que produce la belleza que a veces logran…). 

   El contemplativo, entendido en sentido estricto como el ser dedicado a la oración en el apartamiento del mundo, está en un sentido muy real por fuera de los cambios de la cultura, casi situado en el más allá. Difícilmente puede verse afectado por cambios, modas, transformaciones de cualquier tipo, y por eso no puede parecer ridículo: su inmovilidad lo salva de tan desagradable sensación. (Tal vez, tras la revolución de los 60s, parezca el monacato a los progresistas una cosa anacrónica, pero a quien los conoce sin prejuicio alguno nunca producirá la sensación de lo ridículo).


   Es que el mundo humano tras el pecado original (hoy asépticamente escondido por la iglesia conciliar) es realmente enemigo del hombre: lo solicita a lo banal, lo arrastra, lo seduce, lo empuja de un lado para otro. ¿Quién es el fuerte que se aparta de ese oleaje furioso en que no pueden echarse raíces, ni siquiera viviendo en la misma casa durante años y años, pues hasta a ella la vestimos según los ritmos de la moda? En un mundo cada vez más des-arraigado el hombre vive en insatisfacción creciente, en angustia, en tristeza insufrible. No solo porque el mundo, como Dios nos lo señaló claramente, es uno de los enemigos del hombre, sino porque este mundo de hoy, literalmente a-teo, es refractario a toda tradición, a cualquier cosa estable, e inyecta el veneno que a la vez priva del principal alivio: el de la esperanza.

CCCCLII

La relación entre volición y movimiento es mágica.
Resulta inútil tratar de disimular el escándalo con definiciones ad hoc. (Escolios sucesivos, p. 100).

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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

  Quien se ha detenido a observar el proceso por el cual damos la orden de movimiento a cualquier parte que de nuestro cuerpo está sometida a nuestra voluntad, no puede sino sentir un asombro que se convierte en algo así como estupor. ¿Cómo ocurre eso? ¿Quién y cómo da la orden, a qué y cómo? ¿De qué modo llega esa orden a la parte en cuestión? ¿Cómo se mueve?...

  No hay respuestas. Lo mucho que puede haber son nombres (etiquetas más o menos bien puestas) de algunas de las realidades implicadas: voluntad, organismo, cerebro, nervios, energía, mano… Nada que realmente explique o dé razón del cómo y de la relación entre las partes. ¿Magia? Algo así. De modo innegable, algo no material dando orden a la materia pues la materia no se mueve a sí misma.

  Como se ve, no hay que ir lejos para toparse con misterios. 

 Las maravillas que pueden hacer los hombres con sus cuerpos… y nadie, salvo el Creador, sabe cómo las realizan. ¿De dónde tanta soberbia, tanto engreimiento, tanto amor propio si ni siquiera sabemos cómo opera el principal de nuestros instrumentos? No sabemos prácticamente nada de nosotros mismos en tanto agentes de lo que hacemos, ¿y nos gloriamos como dioses?

CCCXXVII

  La democracia es el régimen político donde el ciudadano confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses privados. (T. II, p. 133)

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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

  Sólo quiero decir que esta es verdad que se hace más acertada en cada elección de la que tenemos noticia, y que lamento que don Nicolás haya usado el adverbio “donde” de modo tan equivocado; así lo usa hoy casi todo hispanohablante. Lo inapropiado de esta expresión la expliqué en algún magazín hace ya tiempo: basta, pues, con lo dicho.

CCCXXVI



   La verdadera elegancia consiste, en toda época, en evitar lo que el público de la época considera elegante. (Escolios sucesivos, p. 107)
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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):
   Parece que don Nicolás estaba convencido de que la elección (acción y efecto de “elegir”, de donde viene el término y el concepto “elegancia”) que hace una mayoría nunca es la “correcta”, por lo menos en nuestras sociedades cambiantes. En comunidades sujetas al continuo flujo de las ideas y los sentimientos, en que nunca arraigan tradiciones o en que toda tradición se convierte en algo que no responde a un sentir anhelado sino a la visión utilitarista de los comerciantes, lo que elige la mayoría (lo que la mayoría considera “elegante”) es una mera “moda” (en su actual acepción: modo pasajero de hacer algo). El continuo cambio es respuesta al tedio que produce lo mal elegido; es rechazo a lo que cansa, a lo que no es realmente hermoso o bueno. Ese cambio no es elección de lo mejor, de lo más apropiado al hombre, y por tanto allí no hay elegancia (en el antiguo sentido de elección apropiada).
 En este sentido de elegancia: ¿queda algo elegante en Occidente que no sea mero rezago, costumbre adherida pero no conservada amorosamente por ser lo mejor? Hasta vestidos de frac o esmoquin, incluso miembros de orquestas famosas en lugares hermosos de antes (puro museo), los así vestidos van despeinados, con aretes o piercing

   Elegante es quien sabe elegir: vestido, aquello con lo que se adorna, aquello con lo que vive. Es virtud por la que el sujeto manifiesta su riqueza interior, su belleza, su bondad y su verdad conquistadas. El hombre elegante es especie cuyos representantes no son sino bichos raros en medio de la bancarrota espiritual de nuestra fenecida civilización.

CCCXXV

  Ser aplaudido es satisfactorio, pero inquietante. (Escolios nuevos, I, p. 107)

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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   El deseo de reconocimiento de la bondad de las propias acciones, de alabanza por el bien realizado, de aplauso, de gloria, es un anhelo, un deseo natural de todo espíritu; y, como todo anhelo, es o puede ser causa o móvil de muchos de sus actos. Pero siendo este reconocimiento algo que se obtiene como consecuencia, como coronación de un acto o de un conjunto de actos, y no un bien “primero” o que se obtenga por sí mismo, está en relación con aquello que se hace y que merece o no alabanza, e incluso con la intención o fin perseguido. Y es en este punto en el que podemos perdernos: buscándolo directamente, deseándolo por encima de otras cosas; nos vemos arrastrados, quizás, por la asociación entre la bondad de las acciones y la bondad de quien las realiza, bondad a la que todo ser está ordenado o dirigido (de allí que todos nos creemos buenos, o, lo que es lo mismo, odiamos ser rechazados por malos: ni queremos que nos descubran cuando hacemos mal, ni queremos que nos asocien con algo mal hecho). Es claro que si se logra el aplauso fraudulentamente no hay bondad real, sino “ilusión” o espejismo de ella; hay una especie de robo (se gloría el sujeto de algo que no le pertenece) y sin duda un engaño: tal vez a otros, siempre a sí mismo.


   Quien persigue la gloria y no lo que la conquista se tiene a sí mismo como fin, busca algo para sí, quiere su propio bien y no el bien que debe realizarse para merecer aplausos (y no todos los buenos actos los merecen). Esto, quede claro, es indigno, algo que repugna a la naturaleza de un espíritu; un abajamiento voluntario: creerse a sí mismo algo que merece el esfuerzo de perseguirse. El hombre que se hace a sí mismo fin de sus actos es un idólatra, alguien que se arrodilla ante un bien creado, que trabaja para un ser que no es perfecto, para algo que no es bueno por sí mismo sino por haber recibido el ser y las perfecciones. Ese ser se tiene por Dios, y arrebata la Gloria tan solo a Él debida. Como es patente que no es ser perfecto que se da a sí mismo su bondad, su “gloria” está sustentada sobre una gran mentira, y así su vida es un gran error, y su carrera es vana. 


  Creo que por todo esto dice don Nicolás que el aplauso es inquietante. ¿Recibo el aplauso como algo merecido?, ¿no lo busqué?, ¿realicé desinteresadamente el bien por el que se me alaba? (Téngase presente que solo merece aplauso el bien arduo, el que se logra con acciones libres y desinteresadas, y aquél que resulta de actos no obligatorios). Y, además, quien aplaude ¿es sensato?, ¿hace un buen juicio?, ¿reconoce el bien real?, ¿no buscará algo para él mismo, y su aplauso, por tanto, es algo falso? Es mil veces preferible no ser aplaudido a serlo por aquellos a los que uno les paga para ello (propio de los políticos), o por aduladores (lo que les pasa a todos los que tienen poder), o por tontos.

CCCXXIV

   Solamente porque ordenó amar a los hombres, el clero moderno se resigna a creer en la divinidad de Jesús, cuando, en verdad, es sólo porque creemos en la divinidad de Cristo que nos resignamos a amarlos. (T. I, p. 303)
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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   El mandamiento del mundo moderno, al que casi todos obedecen “sin chistar”, es este: “los hombres deben amarme”. Toda doctrina que no se adecúe a este mandato es, para este diosecillo que exige adoración de los demás, falsa y contraria a la razón. Y sólo porque el Señor la proclamó (de otro modo, claro está) muchos lo aceptan como “algo” (alguien bueno, un ser espiritual, uno de los maestros…), y la jerarquía se resigna a fingirle adoración (ahora solo se adora al hombre).

   Este mandato —monstruoso, abominable, origen del primer pecado— se hizo posible como cultura en virtud de la doctrina de Lutero, supiéralo él o no (ahora lo sabe). Esta idolatría horrenda se impuso, por las vías de la sangre, en la revolución francesa. Este engaño absurdo, este encantamiento en que nos tiene el bicho, se hizo finalmente posible por su sagacísima infiltración en las filas del catolicismo, y se inocula sin interrupción en los tejidos de toda sensibilidad por todo cuanto le llega del exterior: periódicos, noticieros, propaganda de cualquier tipo, cine, televisión, predicación, “eucaristías”…

  ¿Amable el hombre por algo “suyo”? ¡Jua, jua, jua! Toda persona, en sus rarísimos momentos de lucidez, sabe que es indigna de ser amada, y experimenta como regalo que alguien “se digne” (abaje a) amarla. Por eso nos cuesta tanto trabajo creer en serio que Dios nos ama (incluso aceptando como verdad los extremos a que ha llegado). Nos parece locura: y lo es. ¿Amar a los hombres? Sí; pero porque Él nos amó primero, porque nos da ejemplo: si Él se abaja… ¿qué excusa oponer? Pero amables, lo que se dice amables, solo lo somos por ser las criaturas más semejantes al Único Amable: Dios; por ser portadores de las marcas de la divinidad. Pero nadie añade cosa alguna a su naturaleza. Quien lo piensa, siente o enseña de otro modo es un nauseabundo usurpador, discípulo fiel del mismísimo Gran Gusano.

CCCXXIII

   El ridículo es tribunal de suprema instancia en nuestra condición terrestre. (T. I, p. 108)

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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo.]

Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   Siempre es maravilloso descubrir que alguien inteligente comprende lo que uno, ve lo que uno, o expresa lo que uno sabe pero que uno no puede o no sabe cómo expresar. De ese modo uno se da cuenta de que no está solo, o mal acompañado, o casi equivocado, pues quien avala la propia visión es realmente digno de crédito. Ejemplos: hace poco descubrí que ya Platón había dicho que la belleza es difícil (yo pensaba ser el primero, ¡ja!), y ahora esto que encuentro en los escolios.

   Una mujer de 35, que ya empieza a perder sus formas femeninas bellas (que algunas nunca tienen, y sufren por tenerlas), intentando parecer de 15, recreando aires de fertilidad provocativos…; un papá ya mayorcete bailando con sus hijos la música bailable actual (en otros tiempos era otra cosa) para hacerse amigo de los amigos (o amigas) de sus hijos; un sacerdote o un religioso bailando o cantando música ligera “al día” para atraer “fieles”; llamar a alguien “Onedollar”, o “Usnavy”…: todo eso es ridículo.

   Al ir creciendo y viendo y viviendo, al vivir en España, al conocer mejor la “cultura” estadounidense, y al meditar en los nombres con que llaman a muchos en mi querida Colombia (y ¡no sólo aquí!) percibí claramente lo que con este escolio don Nicolás dice; a saber: que nada hay por encima en el negativo juicio (de valor) de un acto, de una actitud o de una idea, que su ridiculez. Ese es el definitivo y último. Que algo sea visto o sentido o percibido como ridículo por alguien significa que un aspecto de esa realidad ha suscitado en esa sensibilidad una respuesta que revela su condición de inadecuación con el ser del hombre. Lo ridículo es el choque sentido entre la percepción de algo y el conocimiento habitual de lo que es el ser humano (conocimiento que brilla o se oscurece en cada sujeto). Lo conocido “golpea” contra el fondo de lo que sabemos que conviene a un hombre o a una mujer (portento abrumador), y este conocimiento de lo conveniente “rechaza” aquello de un modo especial, pues se siente herido; no como por algo hecho contra él, no como algo que dañe o lesione al sujeto que “sabe”, ni como algo que procede de una deliberación destructiva del actor (eso es el mal), sino como algo que procede de su ceguera en asunto serio pero de poca monta (no hay paradoja). Por eso lo considerado ridículo no produce ira, ni despierta nuestra actitud de defensa; sólo cierta perplejidad ante la ignorancia manifiesta. Ese choque es “última instancia”, es inapelable: pues el toque de lo perfecto, de lo apropiado, de lo “ajustado”, es el agrado en el cognoscente, es la admiración, y el sosiego y la naturalidad con que “pasa” lo conocido. Lo ridículo no “pasa”: como no pasó la desnudez del rey en el cuento de Andersen (el rey se creía vestido con tela finísima, pero iba sin nada encima: solo un niño se atreve a decirlo, pues no teme, pero todos los demás lo saben y tienen que contener la risa).

    Y todo esto es “aquí”: ya allá, del otro lado, no hay de eso. Allá no se juzga de esto, sino de la bondad o maldad del sujeto. Juicio (que abarca todo, incluso lo poco importante) también inapelable.

CCCXXII

  Lo más común nos deslumbra de pronto con esplendor de epifanía. (Escolios nuevos, p. 120)

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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):
   Epifanía significa manifestación, y suele usarse para aparición de lo trascendente, de lo que está “más allá” de lo que suelen percibir nuestros sentidos. Ante ella, la respuesta de un ser es la del sobrecogimiento, sobresalto temeroso, terrible sensación de pequeñez. No puede ser de otra manera: todo ser creado (para Dios no hay epifanías) es algo pequeño (no de tamaño, aunque también), pero no es constantemente consciente de esa pequeñez. La grandeza del Ser, Su perfección, Su poder, sobrecogen, con espanto al desprevenido, pero siempre con temor a quien de ese modo se le hace presente su pobreza, miseria, impotencia…, su real condición.
   Todo (un niño, un viejo, un ser feo, una fiesta cualquiera, una fruta…) puede ser ocasión de epifanía, pues en todo hay algo que nos dice de la divinidad, pero solo puede serlo cuando la luz habitual desaparece y nos es iluminado con la luz poderosa de lo sobrenatural. El arte (lo que merezca ese nombre, claro) contiene habitualmente la potencia de esa luz, y quien busca la belleza honradamente se hace susceptible a frecuentes epifanías. Pero nuestro espíritu puede hacerse capaz de esa luz especial sin necesidad del arte, puede hacerse digno receptor si sabe prestar atención a la realidad, a la que sea. Basta mirar con detenimiento, con la suficiente atención, con la correcta disposición.
   Observe mi lector con atención en estos días un pesebre, uno de esos que representa bien lo que se narra en los Evangelios. Si mira detenidamente, como si fuera la primera vez que lo mirara y lo hace con el asombro natural de quien no sabe qué ocurrió allá, preguntándose por el quid de aquéllo, puede verse sorprendido por algo semejante a lo que hizo arrodillar a pastores, reyes y padres de ese Niño: El Dios tres veces Santo hecho bebé indefenso, escondiendo Su Divinidad para que el hombre se anime a abrazarLo como Él desea.
    ¿Hay algo que atemorice más que la Potencia Dadora de Ser dirigiéndose amorosamente a cada uno de nosotros? Y ¿hay algo más “común”?

CCCXXI

   La idea peligrosa no es la falsa, sino la parcialmente correcta. (Escolios sucesivos, p. 12)
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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):
   Y la civilización occidental —como un todo orgánico misterioso, procedente de la cristiandad o conjunto de pueblos unidos por la fe en Cristo— anda perdida y sufriendo en su destierro de la Verdad, principalmente en medias verdades, y en no pocos perfectos errores, respecto a todos y cada uno de los puntos de la vida: desde el origen y el destino de cada uno, hasta el ejercicio físico, pasando por el deporte, el estudio, el trabajo… En nada acierta, todo lo valora mal, su infelicidad suicida es patente: acelerada, deprimida, millones vagando de corazón en corazón y de cuerpo en cuerpo, sin paz alguna, sin sosiego, sin gozo serio en la belleza creada…
  La excepción es irrelevante en términos sociales (aunque sea gozosa a los ojos de Dios). Se puede decir que  todos viven en las muy abundantes patrañas parcialmente correctas, pero esencialmente falsas. ¡Cuántos espíritus engañados, cuántos perdidos, cuántos en la confusión! ¡Y cuántos cómoda y confortablemente encadenados, sordos y ciegos a toda advertencia —que se les antoja desquiciada, loca, insana—! Esclavos encerrados en la caverna descrita por Platón, viviendo en la falsa realidad que para ellos proyectan en el fondo de la caverna (hoy con abrumadores y admirables visos de realismo: “documentales”, películas, dibujos animados, series…). Cuán fácilmente se comprende a esos “pobres” profetas, a los dolorosamente solos profetas de aquél Israel idólatra. ¡Cuánto motivo de lágrimas para los de ahora!
   ¿Se puede salir de ese estado, en el que la víctima no sabe que está? ¿Se puede saber si lo que uno cree es verdadero o no, real o no, la verdad? Se puede, se puede. Buscando honradamente, amándola más que a uno mismo, usando bien del intelecto, viviendo la disciplina de la abstención (apagar los medios de manipulación), buceando en el interior y aceptando la revelación de Dios (no lo digo en orden). Solo así, y con esfuerzos (apoyados por Dios), se descubre, y se puede vivir en ella; y evitar de ese modo los mil peligros bien urdidos por la antigua serpiente.

CCCXX



   Para no ser crápula hoy se requiere un alma casi tan vigorosa como en otros siglos para ser santo. (T. II, p. 133)


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Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   Crápula es sustantivo (confío en que mi lector sepa qué es un sustantivo) usado para referirse al hombre que vive en el vicio y el libertinaje, aquel don Juan Tenorio que no se priva de mujer que lo atraiga (si logra seducir, claro, o si no recurriendo a todo tipo de placebos), que no se niega cuanto placer le pide el cuerpo y su interior, que evade todo deber, que no es “leal” sino a sí mismo, que vende todo (familia, amigos, principios que haya podido tener como suyos) a cambio de seguir su antojo y su parecer.

   En razón de la invitación casi obligante de la actual propaganda y del medio en que vivimos, de las costumbres de las que estamos rodeados y que nos presentan como si fueran lo natural y camino a la felicidad, don Nicolás dice que la evasión de semejante vida, a la que todos nos sentimos tentados (claro, he ahí el peligro), requiere de una fuerza interior muy grande, pero grande realmente. Y así es: escapar a la propaganda obscena (¿no lo es toda, pues toda es mentirosa?), a la música hedonista actualmente omnipresente, al cine corruptor posterior al año 60, y a la maldita y tonta, tontísima televisión, es cosa de héroes (conozco a 3 ó 4); evitar toda seducción que se nos cruza; no caer en la constante invitación al licor de más, a la comida de más, a los gustos caprichosos (siempre de más, siempre insatisfechos), y evitar toda curiosidad, que es la que nos lleva a acercarnos a la invitación misma…, requieren la “virtud probada” del santo. ¡Quién lo fuera!