Mi semejante no es el que acepta mis conclusiones, sino el
que comparte mis repugnancias. (T. I, p. 141)
* * *
[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro
para usted, como de hecho deseo]
Comentario (con
perdón de don Nicolás y de los lectores):
Empiezo por el comienzo. Por supuesto que don Nicolás no se
refiere a la semejanza que da a todos “tener” la misma naturaleza (todos somos
semejantes suyos), sino a la que es consecuencia de tener la misma “visión de
las cosas”, una opinión similar o un juicio parecido sobre el mundo. De hecho,
don Nicolás hace meditar a su lector en quiénes son aquellos a los que
realmente nos sentimos “unidos” (no a quiénes amamos o a quiénes intentamos
amar): en un espacio común no importa tanto que otro ponga música que uno no
conoce, mientras no ponga lo que uno odia, la que a uno hiere y produce
malestar (¡cuán pocos entienden esto, siendo experiencia tan común!). Así,
pues, se parece más a uno quien detesta lo que uno detesto, aunque tenga gustos
distintos, que quien ama cosas semejantes pero a quien no repugna lo que a uno.
Muchos se defienden de ciertas actitudes con aquello de que
“no todos pensamos igual (o lo mismo)”, con el famoso “tú quieres que todos
pensemos como tú”, cuando eso es no solo una incomprensión del otro (¿cómo va a
querer alguien que otro piense cómo él, si ni siquiera se sabe cómo se piensa,
o lo que sea “pensar”) sino un error de apreciación: lo que todos buscamos son
compañeros de viaje, semejantes, personas que miren desde dónde nosotros vemos
o miramos: para que corrijan nuestra óptica o para que logren ver lo que
nosotros amamos…
Pero, y sobre todo, este escolio me hace pensar en esas
repugnancias asociadas a lo intelectual, a las ideas, a conclusiones de
razonamientos. Primero hay que saber que repugnancia no es tan
solo asco “biológico”, aversión ante lo orgánico corrupto, o a ciertos animales,
sino, principalmente, el rechazo acendrado que experimenta nuestro espíritu
ante alguna realidad de la conducta humana (o angélica). A los filósofos de la
gran escolástica les servía el término para expresar aquello que al intelecto
resulta totalmente incompatible (“repugna a la razón una serie infinita de
causas…”). A gente de otras épocas repugnaban conductas: el descuido en el
vestir, o en el peinado; a millones de seres anteriores a nosotros repugnaba el
pecado nefando de los homosexuales, incluso el “simple” asesinato (durante años
el crimen de la Aguacatala en Medellín fue “escandaloso”). Todos esos hombres y
mujeres, a mi juicio más normales que nosotros, más cercanos a la idea que Dios
tiene del hombre, habrían enloquecido en nuestra muy repugnante sociedad: pero
de espanto si de golpe se les mostrara este otro tipo de locura, la que padecemos,
la que nos destruyó: el desquiciamiento programado y logrado en miles de
millones de seres mucho menos que medio civilizados.