Escolio CCCVIII

   Mi semejante no es el que acepta mis conclusiones, sino el que comparte mis repugnancias. (T. I, p. 141)
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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo]




Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores):

   Empiezo por el comienzo. Por supuesto que don Nicolás no se refiere a la semejanza que da a todos “tener” la misma naturaleza (todos somos semejantes suyos), sino a la que es consecuencia de tener la misma “visión de las cosas”, una opinión similar o un juicio parecido sobre el mundo. De hecho, don Nicolás hace meditar a su lector en quiénes son aquellos a los que realmente nos sentimos “unidos” (no a quiénes amamos o a quiénes intentamos amar): en un espacio común no importa tanto que otro ponga música que uno no conoce, mientras no ponga lo que uno odia, la que a uno hiere y produce malestar (¡cuán pocos entienden esto, siendo experiencia tan común!). Así, pues, se parece más a uno quien detesta lo que uno detesto, aunque tenga gustos distintos, que quien ama cosas semejantes pero a quien no repugna lo que a uno.
   Muchos se defienden de ciertas actitudes con aquello de que “no todos pensamos igual (o lo mismo)”, con el famoso “tú quieres que todos pensemos como tú”, cuando eso es no solo una incomprensión del otro (¿cómo va a querer alguien que otro piense cómo él, si ni siquiera se sabe cómo se piensa, o lo que sea “pensar”) sino un error de apreciación: lo que todos buscamos son compañeros de viaje, semejantes, personas que miren desde dónde nosotros vemos o miramos: para que corrijan nuestra óptica o para que logren ver lo que nosotros amamos…
   Pero, y sobre todo, este escolio me hace pensar en esas repugnancias asociadas a lo intelectual, a las ideas, a conclusiones de razonamientos. Primero hay que saber que repugnancia no es tan solo asco “biológico”, aversión ante lo orgánico corrupto, o a ciertos animales, sino, principalmente, el rechazo acendrado que experimenta nuestro espíritu ante alguna realidad de la conducta humana (o angélica). A los filósofos de la gran escolástica les servía el término para expresar aquello que al intelecto resulta totalmente incompatible (“repugna a la razón una serie infinita de causas…”). A gente de otras épocas repugnaban conductas: el descuido en el vestir, o en el peinado; a millones de seres anteriores a nosotros repugnaba el pecado nefando de los homosexuales, incluso el “simple” asesinato (durante años el crimen de la Aguacatala en Medellín fue “escandaloso”). Todos esos hombres y mujeres, a mi juicio más normales que nosotros, más cercanos a la idea que Dios tiene del hombre, habrían enloquecido en nuestra muy repugnante sociedad: pero de espanto si de golpe se les mostrara este otro tipo de locura, la que padecemos, la que nos destruyó: el desquiciamiento programado y logrado en miles de millones de seres mucho menos que medio civilizados.