CCCXVIII

   A la Biblia no la inspiró un Dios ventrílocuo.

   La voz divina atraviesa el texto sacro como un viento de tempestad el follaje de la selva. (T. I, p. 109)
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[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro para usted, como de hecho deseo]


    Comentario (con perdón de don Nicolás y de los lectores): 
    El ventrílocuo habla disimuladamente, escondiéndose, no dejando saber que es él: no quiere aparecer.
   Don Nicolás, como tan inmensamente pocos, experimenta la fuerza de la presencia divina en los libros inspirados como se experimenta la fuerza del viento impetuoso que sacude cada hoja de cada árbol de una selva azotada por una tempestad. Allí todo es movimiento, toda hoja es sacudida y todas ellas lo delatan; la potente acción del viento es inocultable. Don Nicolás, según lo dice, y con él muy pocos otros, “siente” en su lectura como si cada palabra de la Escritura Santa fuera portavoz de la potencia divina.
   Esto, claro está, no lo puede corroborar sino un buen lector —especie desaparecida; incluso entre los (pocos) compradores de libros—. No lo podremos entender mientras usemos un televisor, mientras no leamos a Shakespeare por y con placer, mientras no sepamos en serio quién es Sófocles, mientras sigamos perdiendo del valioso tiempo del espíritu en la tonta prensa diaria, mientras gastemos, aunque sea pocos minutos, en emisiones radiofónicas de baja estofa (casi todas). No. La disposición de tal lectura es algo especial.
    Una lectura así, además, una lectura que llega a notar la impronta del Autor en cada giro del enunciado, es la requerida para responder debidamente al clamoroso llamado que Dios dirige, en la totalidad de cuanto podemos percibir, a todos y a cada uno de los hombres.