La voz divina atraviesa el texto sacro como un viento de
tempestad el follaje de la selva. (T. I, p. 109)
* * *
[Por favor prescinda de lo siguiente si lo anterior es claro
para usted, como de hecho deseo]
Comentario (con
perdón de don Nicolás y de los lectores):
El ventrílocuo habla disimuladamente,
escondiéndose, no dejando saber que es él: no quiere aparecer.
Don Nicolás, como tan inmensamente pocos, experimenta la
fuerza de la presencia divina en los libros inspirados como se experimenta la
fuerza del viento impetuoso que sacude cada hoja de cada árbol de una selva
azotada por una tempestad. Allí todo es movimiento, toda hoja es sacudida y
todas ellas lo delatan; la potente acción del viento es inocultable. Don
Nicolás, según lo dice, y con él muy pocos otros, “siente” en su lectura como
si cada palabra de la Escritura Santa fuera portavoz de la potencia divina.
Esto, claro está, no lo puede corroborar sino un buen lector —especie
desaparecida; incluso entre los (pocos) compradores de libros—. No lo podremos
entender mientras usemos un televisor, mientras no leamos a Shakespeare por y
con placer, mientras no sepamos en serio quién es Sófocles, mientras sigamos
perdiendo del valioso tiempo del espíritu en la tonta prensa diaria, mientras
gastemos, aunque sea pocos minutos, en emisiones radiofónicas de baja estofa
(casi todas). No. La disposición de tal lectura es algo especial.
Una lectura así, además, una lectura que llega a
notar la impronta del Autor en cada giro del enunciado, es la requerida para
responder debidamente al clamoroso llamado que Dios dirige, en la totalidad de
cuanto podemos percibir, a todos y a cada uno de los hombres.